Desde la antigüedad se había pensado que el movimiento de los planetas era circular. Así lo pensó también Copérnico, y así lo pensó el propio Kepler hasta que vio las precisas mediciones obtenidas por Tycho Brahe con los recién inventados telescopios. La evidencia experimental, el dato empírico se imponía a la lógica racional que había hecho pensar hasta entonces que el movimiento más perfecto era el circular. Pero Kepler tuvo que rendirse a la evidencia, no cabía duda de que las órbitas eran elípticas. La elipse era la única figura que encajaba con las observaciones.
La sensatez aristotélica, que había quedado muy desacreditada con el giro heliocéntrico de Copérnico y Galileo, quedaba definitivamente inutilizada como un camino válido para el quehacer de la pujante nueva ciencia renacentista. La autoridad de la sensatez aristotélica que había prevalecido durante tantos siglos, se demostraba insuficiente para comprender a la naturaleza de una forma veraz. Desde entonces poco importa para la moderna ciencia que una teoría responda no al común sentido, sea racional o irracional, lo importante es que se ajuste al dato empírico, al número y a la medida cada vez más precisos gracias a los avances tecnológicos y a los cada vez más exactos instrumentos de medición. La ciencia va detrás de la técnica al tiempo que la impulsa.
La elipse de Kepler permite calcular con precisión la velocidad de orbitación de cada planeta. El sol se halla situado en uno de los focos de la elipse, (es decir, no en el centro de la figura elíptica sino en uno de sus extremos) y cuando el planeta se acerca hacia él (en la fase de perihelio) su velocidad se acelera, desacelerándose cuando se aleja de él (en la fase de afelio). Aristóteles había sostenido, así se lo indicaban su sentido común y la órbita circular, que las velocidades de los cuerpos celestes eran siempre constantes y uniformes, pero una velocidad uniforme no se ajusta a la órbita elíptica. El movimiento constante es un imposible siendo las órbitas elípticas, y los datos, los hechos empíricos, demuestran que lo son.
Nuestro modelo de sistema solar permanece incuestionado desde hace cinco siglos. Tan es así, que parece que hayamos olvidado que un modelo no es nada más que un modelo. Y que todos nuestros modelos son sólo aproximaciones a la realidad, a una realidad que se nos escapa siempre. ¿Qué ocurriría si el campo de gravedad del sol, en lugar de ser una curvatura fija e invariable, como hoy pensamos, fluctuara cíclicamente, si el campo de gravedad se expandiera y se contrajera de forma periódica? Pues que al expandirse, el planeta que por él orbitara se alejaría de la estrella orbitada, y al contraerse se acercaría a ella. El movimiento sería circular porque el campo de gravedad es siempre circular, y las velocidades de orbitación serían constantes y uniformes, porque sería el movimiento del campo variable el que movería al planeta en su curso. La órbita sería, sí, elíptica, pero la elipse sería una figura irrelevante, inadecuada para calcular las velocidades de orbitación, la consecuencia aparente de trazar una línea imaginaria por el curso que va siguiendo el planeta en su moverse por un campo de gravedad circular que varía sucesiva y cíclicamente dos veces al año.
Newton construyó su teoría de la gravedad sobre la base de las leyes de los movimientos planetarios de Kepler, que no son el resultado de una comprensión directa de la naturaleza a través la sencilla razón y el común entendimiento, sino la consecuencia de la adaptación forzosa de la razón a los datos empíricos obtenidos con unos instrumentos tecnológicos más o menos precisos.
En la próxima entrada hablaremos del problema de la gravedad y las consecuencias que se derivarían de la revisión del modelo gravitatorio hoy vigente.
Ilustración del «Mysterium Cosmographicum» de Johannes Kepler.